El poder transformador del cine: la poética del despertar. Una aproximación filosófica a la experiencia cinematográfica como vivencia estética y aventura semiótica

Abstract

El espectador se dispone desde la penumbra a emprender la gran aventura. En la oscuridad de la sala nace de súbito un haz luminoso irá tejiendo imágenes en movimiento que serán en el fondo el fiel reflejo del transcurrir humano. Apenas comienza a fluir el luminoso torrente del celuloide y ya hemos transgredido tiempo y espacio: da inicio entonces la magia del desdoblamiento en la que el espectador se convierte en parte indispensable de una historia y de unos personajes con los que se identifica y emociona; sufre ríe, duda, se interroga, descubre…se transforma.

La experiencia cinematográfica conduce a una doble transformación. Por un lado, nos hace vivir otras vidas, nos saca de nosotros mismos en nuestro inmediato cotidiano para ser en otros; por otro, los profundos cambios que se suscitan en los personajes son también los cambios propios, los internos cambios del espectador-protagonista. En ambas transformaciones media el goce que nos produce la experiencia estética.

El goce estético es transformador. La fruición profunda de la obra de arte es causante de verdaderas metamorfosis en el interior de quien la experimenta; es éste el conocimiento poético. La vivencia estética del arte es transformación, conocimiento, revelación. Tan intensa y difícil de nombrar, la experiencia estética ha sido blanco de muchos que la han tratado de bosquejar como: un acuerdo entre los sentidos y el espíritu, un momento de eternidad entre el asombro y la contemplación, un goce desinteresado, un rapto de plenitud liberadora, una fusión de intuición y sentimiento en la que el tiempo pasa sin sentir y hay un olvido de uno mismo…

Es este el misterio no sólo del cine, sino de toda manifestación artística. Es así que nos quedamos sin palabras ante el fluir de la Quinta Sinfonía de Beethoven, que rápidamente nos apresa y conduce hasta perdernos en ella; es así que de repente quedamos pasmados ante El beso de Rodin, y el corazón se sobrecoge ante el tiempo detenido; es así como los aparentemente inocuos versos de Hölderlin o de san Juan de la Cruz nos revelan de repente que algo muy profundo está teniendo lugar en nosotros mismos. El silencio es absoluto. Nos topamos ante lo que no puede ser nombrado con palabras porque fundamentalmente se saborea, se disfruta. Cualquier persona de espíritu sensible (o bien, sensible a su espíritu) sabe que las palabras son insuficientes en su intento de explicar este momento tan claro y a la vez tan nebuloso.

En el caso del cine, el milagro de la imagen en movimiento se da a partir del juego entre luz y sombras; ambas se compaginan para hacer posible el espacio de misterio en el que nos asalta el asombro: Ante la extraña evidencia de lo cotidiano, el rapto que de nosotros hace la fruición de la Belleza nos lleva a un estado de contemplación; el goce que se da en el instante poético nos transforma. Es común que después de ver una película ya no seamos más los mismos. Lo curioso es que ese no-ser-yo nos conduce a que, en lo profundo, seamos más nosotros mismos. Ya en el momento de incorporarnos lentamente del asiento sabemos, sentimos, que la experiencia cinematográfica nos causó un profundo movimiento interno; algo que quizás se desacomodó; o bien, algo desacomodado que volvió a su lugar. ¿Cuántas veces no hemos salido de la sala cinematográfica con la clara sensación de que algo ha cambiado en nosotros?

Es así que surgió en mí la pregunta ¿Cómo es que el cine es capaz de provocar una experiencia tan intensa en los espectadores, una vivencia que más allá de hacer vibrar las fibras más profundas de la emoción, es misteriosamente capaz de suscitar profundos movimientos espirituales en el espectador?